- Algún día me voy a morir y vos vas a tener que seguir viviendo- me decía.
Yo tendría seis o siete años, y no recuerdo un dolor más grande que el que sentía en aquellos momentos. Un dolor vivido totalmente en vano, porque mi padre no pudo -nadie hubiera podido-, prepararme para que cuando llegara el instante tan temido, yo sufriera un poco menos.
La muerte de un ser amado nos arroja a ese territorio del sin sentido, allí donde no habita palabra alguna que pueda explicar, aunque más no sea de un modo torpe e incompleto, lo que ha ocurrido.
Saber que no vamos a escuchar más su voz, que no lo vamos a ver nunca jamás, que nos vamos a despertar llorosos al tomar contacto con la vigilia y comprender que, haber estado a su lado, no fue más que una ilusión nocturna, que el día ha llegado y con él la realidad más cruel: la persona amada no está. Como decía Borges: ' Ya no es mágico el mundo, te han dejado'. "
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